LA PURIFICACIÓN DE NUESTRA MIRADA NOS CONSIGA LA GRACIA QUE TUVO EL CENTURIÓN: ESTE HOMBRE ES VERDADERAMENTE EL HIJO DE DIOS, «EL DIOS QUE ES, QUE VIENE Y QUE VENDRA»
Queridos hermanos y hermanas, hijos e hijas en Cristo:
Se renueva en nosotros el clamor: ¡Ven, Señor! La perenne «novedad» del cristianismo nos lleva a ver de nuevo, en la interioridad de nuestro espíritu, que el Hijo de Dios se hizo Hombre en un momento preciso de la historia humana, para poder hacerse contemporáneo a cada uno de nosotros, quienes llevamos el sello de su Amor, e intimo a nuestros corazones. Más aún, compartiendo nuestra condición humana en todo, menos en el pecado, El se ha hecho contemporáneo e íntimo a todo ser humano, aunque muchos no conozcan -o no acepten- su sacrificio redentor.
La belleza y sapiencia de la Liturgia nos introduce, ya en las vísperas de este próximo domingo, en el tiempo de Adviento, tiempo de gracia e iluminación, de conversión y de pacificación interior y exterior, tiempo de esperanza, en el que necesitamos acallar tanta vociferación que hay dentro de nosotros, tanto ruido y, quizá, desasosiego, para dejar que el Espíritu clame en nuestros corazones: « ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20). Luego del Año Paulino, que nos infundió nuevas fuerzas para la misión, hoy en el Año Sacerdotal, convocado por nuestro Papa Benedicto XVI, Sucesor de Pedro, pedimos al Espíritu Santo, Alma de la Iglesia, que nos aníme cada día, y que no permita que la dejadez, la desidia o la pereza invadan nuestras vidas, sino que, aún en medio de no pocas dificultades, nos alegremos siempre en Cristo, el que «visitó y redimió a su Pueblo».
Si, ven, Señor, le decimos; ven a enseñarnos el silencio interior, ven a enseñarnos a orar de verdad, a compartir, a ser más justos, misericordiosos y solidarios, ven a profundizar en nosotros el «ser Iglesia», Iglesia convocada en el Espíritu y convocante por la reevangelización, su vocación más profunda. Ven, Señor, a infundirnos esperanza, don del Espíritu y tan grande virtud, de la que necesitamos perenne renovación. Ven, Señor, a darnos luz para que veamos que es dando como se recibe, consolando como somos consolados, y «muriendo» en ti, como tenemos anticipo de la resurrección, unidos a tu Pasión, que aceptaste por todos y cada uno de los seres humanos, incluso por quienes no te conocen o no te aman: Passio Christi, passio hominis. Es así, con esta disposición espiritual, como queremos prepararnos para el Advenimiento de tu Natividad, de tu «Navidad», preparándonos para que nos dejes nacer de nuevo en Tu Amor, en tu Nacimiento que llenó al mundo de Luz y que disipó para siempre las tinieblas del desamor.
Navidad y Redención: en los bracitos del Niño despunta una Cruz
¿Podríamos dejar de ver la relación entre la Navidad y la Pasión de Cristo, su muerte en la Cruz? En los bracitos del Niño, despunta, nace, una Cruz, como bellamente lo dice nuestra «Misa criolla». El Niño del Pesebre es el mismo que crecerá, en tanto Hombre, «en edad, sabiduría y gracia» (Lc 2, 52), y es el mismo Jesús que será rechazado, condenado, humillado y muerto en Cruz, el mismo Jesús que, también en su humanidad, sintió el abandono (el más terrible sufrimiento humano, podríamos decir), y que lo llevó a clamar: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» (Mt 27, 46).
El Adviento será entonces también un tiempo de reflexión acerca de cuál es nuestra actitud de vida hacia quien se siente solo, abandonado, deprimido, fracasado, ante quien ya no tiene razones para creer o para esperar, y me refiero a esperar «con esperanza». Será una privilegiada oportunidad de revisar en nosotros nuestra actitud para quien sufre enfermedad, miseria y dolor, o marginación.
Lejos de toda autocomplacencia, o de formas -por nuestra poquedad, a veces sutiles- de demagogia, sino antes bien, en «la caridad de la verdad», los invito de corazón (y me lo propongo a mi mismo) a procurar ver con los ojos de la fe esa «nueva dimensión del sufrimiento humano» de la que hablaba el Siervo de Dios Juan Pablo II en su encíclica sobre el sufrimiento, "Salvifici doloris" (n. 18) y a procurar vivir cada día mas la Misericordia, que supone pero trasciende la Justicia, y que liga aquélla (esa nueva dimensión) al Amor que todo lo transforma. Pongamos atención, les pido, en no disociar: precisamente, porque el Amor todo lo transforma, nuestra renovación del Adviento ha de llevarnos a poner también, con renovado ardor, nuestras fuerzas, dones, carismas, dotes, «al servicio» de los hermanos; todo espiritualismo y todo materialismo ha de ser descartado. En esto radica la perenne novedad del cristianismo. No hay otro «poder» mayor; es el de dar, día a día, la vida por «los amigos» y también por quienes no nos aman o quienes nos hacen daño. Nadie duda que, humanamente, es difícil, alguna vez incluso torturante, el querer perdonar (y no siempre poder).
Pero «nada», sencillamente «nada» es imposible para Dios. Nos ayudara en esto la penitencia, pues Adviento es tiempo penitencial. Ofrecer... ofrecerle a Dios cosas que nos cuestan hacer -o dejar-, cosas que nos autocomplacen, que nos dan «seguridades» humanas. Es una actitud penitencial que Dios, que todo lo ve, no dejará sin recompensa.
La Madre del Niño que viene, es la Madre que purifica nuestros ojos y nuestra mirada.
Nuestro Pueblo católico invoca la intercesión de la Virgen, le reza, tiene aprecio por las peregrinaciones, conserva en sus casas una imagen, también para la Navidad muchos todavía preparan el pesebre. María es Madre del Amor Hermoso, del Divino Amor, desde que pronuncio su «si», sin reservas, poniéndose toda entera, en cuerpo y alma, a disposición de lo que el Ángel le anuncio de parte del Omnipotente.
Los ojos de María miraron al verdadero Dios hecho Hombre. Pidamos a Ella que nos ayude a purificar nuestra mirada, «viendo a Cristo» en nosotros mismos, para «amarnos bien» (muchas veces no nos amamos a nosotros mismos rectamente, pues, creyendo hacerlo, en realidad lo que estamos es «apegados» a nuestro propio yo, pero sin Amor de verdad). No deja de ser una forma de ceguera espiritual. Ni necesidad tendríamos de decir cuánto esto nos ocurre con los demás, incluso con quienes tenemos más cerca.
Mirando a la Virgen a quien el Ángel le anuncio ser Madre del Salvador, al Pesebre, y a la Cruz (la cual puede causar estupor en unos, horror en otros, o simplemente irrisión o indiferencia) podremos pedir la gracia, en este Adviento, de «la purificación de los ojos -los espirituales y también los exteriores- purificación de la mirada», como la gracia que obtuvo el centurión del Evangelio, el cual, ante los acontecimientos, ante «el teodrama» que transformo su vida, simplemente «vio» y «creyó», clamando, vencido: «Este hombre era verdaderamente el Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Así, nuestros ojos se inundarán de Luz, nuestro juicio será recto, y nuestro obrar será santo, «constructor en el Espíritu».
Nos ayude María, Madre de la Iglesia, en su advocación de Nuestra Señora de Lujan, Patrona de nuestra diócesis y de la Argentina,
Con afecto y bendición
+Oscar, Obispo de Zarate-Campana
26 de noviembre de 2009
Se renueva en nosotros el clamor: ¡Ven, Señor! La perenne «novedad» del cristianismo nos lleva a ver de nuevo, en la interioridad de nuestro espíritu, que el Hijo de Dios se hizo Hombre en un momento preciso de la historia humana, para poder hacerse contemporáneo a cada uno de nosotros, quienes llevamos el sello de su Amor, e intimo a nuestros corazones. Más aún, compartiendo nuestra condición humana en todo, menos en el pecado, El se ha hecho contemporáneo e íntimo a todo ser humano, aunque muchos no conozcan -o no acepten- su sacrificio redentor.
La belleza y sapiencia de la Liturgia nos introduce, ya en las vísperas de este próximo domingo, en el tiempo de Adviento, tiempo de gracia e iluminación, de conversión y de pacificación interior y exterior, tiempo de esperanza, en el que necesitamos acallar tanta vociferación que hay dentro de nosotros, tanto ruido y, quizá, desasosiego, para dejar que el Espíritu clame en nuestros corazones: « ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20). Luego del Año Paulino, que nos infundió nuevas fuerzas para la misión, hoy en el Año Sacerdotal, convocado por nuestro Papa Benedicto XVI, Sucesor de Pedro, pedimos al Espíritu Santo, Alma de la Iglesia, que nos aníme cada día, y que no permita que la dejadez, la desidia o la pereza invadan nuestras vidas, sino que, aún en medio de no pocas dificultades, nos alegremos siempre en Cristo, el que «visitó y redimió a su Pueblo».
Si, ven, Señor, le decimos; ven a enseñarnos el silencio interior, ven a enseñarnos a orar de verdad, a compartir, a ser más justos, misericordiosos y solidarios, ven a profundizar en nosotros el «ser Iglesia», Iglesia convocada en el Espíritu y convocante por la reevangelización, su vocación más profunda. Ven, Señor, a infundirnos esperanza, don del Espíritu y tan grande virtud, de la que necesitamos perenne renovación. Ven, Señor, a darnos luz para que veamos que es dando como se recibe, consolando como somos consolados, y «muriendo» en ti, como tenemos anticipo de la resurrección, unidos a tu Pasión, que aceptaste por todos y cada uno de los seres humanos, incluso por quienes no te conocen o no te aman: Passio Christi, passio hominis. Es así, con esta disposición espiritual, como queremos prepararnos para el Advenimiento de tu Natividad, de tu «Navidad», preparándonos para que nos dejes nacer de nuevo en Tu Amor, en tu Nacimiento que llenó al mundo de Luz y que disipó para siempre las tinieblas del desamor.
Navidad y Redención: en los bracitos del Niño despunta una Cruz
¿Podríamos dejar de ver la relación entre la Navidad y la Pasión de Cristo, su muerte en la Cruz? En los bracitos del Niño, despunta, nace, una Cruz, como bellamente lo dice nuestra «Misa criolla». El Niño del Pesebre es el mismo que crecerá, en tanto Hombre, «en edad, sabiduría y gracia» (Lc 2, 52), y es el mismo Jesús que será rechazado, condenado, humillado y muerto en Cruz, el mismo Jesús que, también en su humanidad, sintió el abandono (el más terrible sufrimiento humano, podríamos decir), y que lo llevó a clamar: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» (Mt 27, 46).
El Adviento será entonces también un tiempo de reflexión acerca de cuál es nuestra actitud de vida hacia quien se siente solo, abandonado, deprimido, fracasado, ante quien ya no tiene razones para creer o para esperar, y me refiero a esperar «con esperanza». Será una privilegiada oportunidad de revisar en nosotros nuestra actitud para quien sufre enfermedad, miseria y dolor, o marginación.
Lejos de toda autocomplacencia, o de formas -por nuestra poquedad, a veces sutiles- de demagogia, sino antes bien, en «la caridad de la verdad», los invito de corazón (y me lo propongo a mi mismo) a procurar ver con los ojos de la fe esa «nueva dimensión del sufrimiento humano» de la que hablaba el Siervo de Dios Juan Pablo II en su encíclica sobre el sufrimiento, "Salvifici doloris" (n. 18) y a procurar vivir cada día mas la Misericordia, que supone pero trasciende la Justicia, y que liga aquélla (esa nueva dimensión) al Amor que todo lo transforma. Pongamos atención, les pido, en no disociar: precisamente, porque el Amor todo lo transforma, nuestra renovación del Adviento ha de llevarnos a poner también, con renovado ardor, nuestras fuerzas, dones, carismas, dotes, «al servicio» de los hermanos; todo espiritualismo y todo materialismo ha de ser descartado. En esto radica la perenne novedad del cristianismo. No hay otro «poder» mayor; es el de dar, día a día, la vida por «los amigos» y también por quienes no nos aman o quienes nos hacen daño. Nadie duda que, humanamente, es difícil, alguna vez incluso torturante, el querer perdonar (y no siempre poder).
Pero «nada», sencillamente «nada» es imposible para Dios. Nos ayudara en esto la penitencia, pues Adviento es tiempo penitencial. Ofrecer... ofrecerle a Dios cosas que nos cuestan hacer -o dejar-, cosas que nos autocomplacen, que nos dan «seguridades» humanas. Es una actitud penitencial que Dios, que todo lo ve, no dejará sin recompensa.
La Madre del Niño que viene, es la Madre que purifica nuestros ojos y nuestra mirada.
Nuestro Pueblo católico invoca la intercesión de la Virgen, le reza, tiene aprecio por las peregrinaciones, conserva en sus casas una imagen, también para la Navidad muchos todavía preparan el pesebre. María es Madre del Amor Hermoso, del Divino Amor, desde que pronuncio su «si», sin reservas, poniéndose toda entera, en cuerpo y alma, a disposición de lo que el Ángel le anuncio de parte del Omnipotente.
Los ojos de María miraron al verdadero Dios hecho Hombre. Pidamos a Ella que nos ayude a purificar nuestra mirada, «viendo a Cristo» en nosotros mismos, para «amarnos bien» (muchas veces no nos amamos a nosotros mismos rectamente, pues, creyendo hacerlo, en realidad lo que estamos es «apegados» a nuestro propio yo, pero sin Amor de verdad). No deja de ser una forma de ceguera espiritual. Ni necesidad tendríamos de decir cuánto esto nos ocurre con los demás, incluso con quienes tenemos más cerca.
Mirando a la Virgen a quien el Ángel le anuncio ser Madre del Salvador, al Pesebre, y a la Cruz (la cual puede causar estupor en unos, horror en otros, o simplemente irrisión o indiferencia) podremos pedir la gracia, en este Adviento, de «la purificación de los ojos -los espirituales y también los exteriores- purificación de la mirada», como la gracia que obtuvo el centurión del Evangelio, el cual, ante los acontecimientos, ante «el teodrama» que transformo su vida, simplemente «vio» y «creyó», clamando, vencido: «Este hombre era verdaderamente el Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Así, nuestros ojos se inundarán de Luz, nuestro juicio será recto, y nuestro obrar será santo, «constructor en el Espíritu».
Nos ayude María, Madre de la Iglesia, en su advocación de Nuestra Señora de Lujan, Patrona de nuestra diócesis y de la Argentina,
Con afecto y bendición
+Oscar, Obispo de Zarate-Campana
26 de noviembre de 2009