El 4 de agosto, es el día del cura párroco. Se conmemora en esta fecha,
en honor al Santo Cura de Ars, uno de los santos más populares en los
últimos .En él se ha cumplido lo que dijo San Pablo: “Dios ha escogido
lo que no vale a los ojos del mundo, para confundir a los grandes”.
Dios bendiga muy especialmente a todos los sacerdotes en este día, y
recemos todos, para que tengan siempre presente, especialmente al
momento de la prueba, que son instrumentos del Hijo del Altísimo, que es
Dios mismo quien se vale de su humanidad, para hacer cosas grandiosas;
hacer presente el Reino en la tierra. La vida Crucificada en el Señor,
confunde efectivamente a los grandes, y es Luz que irradia y da
esperanza a este mundo oscurecido por el pecado
FELIZ Y SANTO DÍA A LOS CURAS PÁRROCOS Y A LOS SACERDOTES
Dijo SAN JUAN MARÍA VIANNEY, el SANTO CURA de ARS: “Un buen pastor, un
pastor según el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen
Dios puede conceder a una parroquia, y es uno de los dones más preciosos
de la misericordia divina”
Historia de la vida de este Santo
Era un campesino de mente rústica, nacido en Dardilly, Francia, el 8 de
mayo de 1786. Durante su infancia estalló la Revolución Francesa que
persiguió ferozmente a la religión católica. Así que él y su familia,
para poder asistir a misa tenían que hacerlo en celebraciones hechas a
escondidas, donde los agentes del gobierno no se dieran cuenta, porque
había pena de muerte para los que se atrevieran a practicar en público
sulreligión. La primera comunión la hizo Juan María a los 13 años, en
una celebración nocturna, a escondidas, en un pajar, a donde los
campesinos llegaban con bultos de pasto, simulando que iban a alimentar
sus ganados, pero el objeto de su viaje era asistir a la Santa Misa que
celebraba un sacerdote, con grave peligro de muerte, si los sorprendían
las autoridades.
Juan María deseaba ser sacerdote, pero a su padre no le interesaba
perder este buen obrero que le cuidaba sus ovejas y le trabajaba en el
campo. Además no era fácil conseguir seminarios en esos tiempos tan
difíciles. Y como estaban en guerra, Napoléon mandó reclutar todos los
muchachos mayores de 17 años y llevarlos al ejército. Y uno de los
reclutados fue nuestro biografiado. Se lo llevaron para el cuartel, pero
por el camino, por entrar a una iglesia a rezar, se perdió del gurpo.
Volvió a presentarse, pero en el viaje se enfermó y lo llevaron una
noche al hospital y cuando al día siguiente se repuso ya los demás se
habían ido. Las autoridades le ordenaron que se fuera por su cuenta a
alcanzar a los otros, pero se encontró con un hombre que le dijo.
“Sígame, que yo lo llevaré a donde debe ir”. Lo siguió y después de
mucho caminar se dio cuenta de que el otro era un desertor que huía del
ejército, y que se encontraban totalmente lejos del batallón.
Y al llegar a un pueblo, Juan María se fue a donde el alcalde a contarle
su caso. La ley ordenaba pena de muerte a quien desertara del ejército.
Pero el alcalde que era muy bondadoso escondió al joven en su casa, y
lo puso a dormir en un pajar, y así estuvo trabajando escondido por
bastante tiempo, cambiándose de nombre, y escondiéndose muy hondo entre
el pasto seco, cada vez que pasaban por allí grupos del ejército. Al fin
en 1810, cuando Juan llevaba 14 meses de desertor el emperador Napoleón
dio un decreto perdonando la culpa a todos los que se habían fugado del
ejército, y Vianney pudo volver otra vez a su hogar.
Trató de ir a estudiar al seminario pero su intelecto era romo y duro, y
no lograba aprender nada. Los profesores exclamaban: “Es muy buena
persona, pero no sirve para estudiante No se le queda nada”. Y lo
echaron.
Se fue en peregrinación de muchos días hasta la tumba de San Francisco
Regis, viajando de limosna, para pedirle a ese santo su ayuda para poder
estudiar. Con la peregrinación no logró volverse más inteligente, pero
adquirió valor para no dejarse desanimar por las dificultades. El año
siguiente, recibió el sacramento de la confirmación, que le confirió
todavía mayor fuerza para la lucha; en él tomó Juan María el nombre de
Bautista.
El Padre Balley había fundado por su cuenta un pequeño seminario y allí
recibió a Vianney. Al principio el sacerdote se desanimaba al ver que a
este pobre muchacho no se le quedaba nada de lo que él le enseñaba Pero
su conducta era tan excelente, y su criterio y su buena voluntad tan
admirables que el buen Padre Balley dispuso hacer lo posible y lo
imposible por hacerlo llegar al sacerdocio.
Después de prepararlo por tres años, dándole clases todos los días, el
Padre Balley lo presentó a exámenes en el seminario. Fracaso total. No
fue capaz de responder a las preguntas que esos profesores tan sabios le
iban haciendo. Resultado: negativa total a que fuera ordenado de
sacerdote.
Su gran benefactor, el Padre Balley, lo siguió instruyendo y lo llevó a
donde sacerdotes santos y les pidió que examinaran si este joven estaba
preparado para ser un buen sacerdote. Ellos se dieron cuenta de que
tenía buen criterio, que sabía resolver problemas de conciencia, y que
era seguro en sus apreciaciones en lo moral, y varios de ellos se fueron
a recomendarlo al Sr. Obispo. El prelado al oír todas estas cosas les
preguntó: ¿El joven Vianney es de buena conducta? – Ellos le
repondieron: “Es excelente persona. Es un modelo de comportamiento. Es
el seminarista menos sabio, pero el más santo” “Pues si así es – añadió
el prelado – que sea ordenado de sacerdote, pues aunque le falte
ciencia, con tal de que tenga santidad, Dios suplirá lo demás”.
Y así el 12 de agosto de 1815, fue ordenado sacerdote, este joven que
parecía tener menos inteligencia de la necesaria para este oficio, y que
luego llegó a ser el más famoso párroco de su siglo (4 días después de
su ordenación, nació San Juan Bosco). Los primeros tres años los pasó
como vicepárroco del Padre Balley, su gran amigo y admirador.
Unos curitas muy sabios habían dicho por burla: “El Sr. Obispo lo ordenó
de sacerdote, pero ahora se va a encartar con él, porque ¿a dónde lo va
a enviar, que haga un buen papel?”.
Y el 9 de febrero de 1818 fue envaido a la parroquia más pobre e
infeliz. Se llamaba Ars. Tenía 370 habitantes. A misa los domingos no
asistían sino un hombre y algunas mujeres. Su antecesor dejó escrito:
“Las gentes de esta parroquia en lo único en que se diferecian de los
ancianos, es en que … están bautizadas”. El pueblucho estaba lleno de
cantinas y de bailaderos. Allí estará Juan Vianney de párroco durante 41
años, hasta su muerte, y lo transformará todo.
El nuevo Cura Párroco de Ars se propuso un método triple para cambiar a
las gentes de su desarrapada parroquia. Rezar mucho. Sacrificarse lo más
posible, y hablar fuerte y duro. ¿Qué en Ars casi nadie iba a la Misa?
Pues él reemplazaba esa falta de asistencia, dedicando horas y más horas
a la oración ante el Santísimo Sacramento en el altar. ¿Qué el pueblo
estaba lleno de cantinas y bailaderos? Pues el párroco se dedicó a las
más impresionantes penitencias para convertirlos. Durante años solamente
se alimentará cada día con unas pocas papas cocinadas. Los lunes cocina
una docena y media de papas, que le duran hasta el jueves. Y en ese día
hará otro cocinado igual con lo cual se alimentará hasta el domingo. Es
verdad que por las noches las cantinas y los bailaderos están repletos
de gentes de su parroquia, pero también es verdad que él pasa muchas
horas de cada noche rezando por ellos. ¿Y sus sermones? Ah, ahí si que
enfoca toda la artillería de sus palabras contra los vicios de sus
feligreses, y va demoliendo sin compasión todas las trampas con las que
el diablo quiere perderlos.
Cuando el Padre Vianney empieza a volverse famoso muchas gentes se
dedican a criticarlo. El Sr. Obispo envía un visitador a que oiga sus
sermones, y le diga que cualidades y defectos tiene este predicador. El
enviado vuelve trayendo noticias malas y buenas.
El prelado le pregunta: “¿Tienen algún defecto los sermones del Padre
Vianney? – Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero, son muy largos.
Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero, siempre habla de los mismos
temas: los pecados, los vicios, la muerte, el juicio, el infierno y el
cielo”. – ¿Y tienen también alguna cualidad estos sermones? – pregunta
Monseñor-. “Si, tienen una cualidad, y es que los oyentes se conmueven,
se convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban antes”.
El Obispo satisfecho y sonriente exclamó: “Por esa última cualidad se le
pueden perdonar al Párroco de Ars los otros tres defectos”.
Los primeros años de su sacerdocio, duraba tres o más horas leyendo y
estudiando, para preparar su sermón del domingo. Luego escribía. Durante
otras tres o más horas paseaba por el campo recitándole su sermón a los
árboles y al ganado, para tratar de aprenderlo. Después se arrodillaba
por horas y horas ante el Santísimo Sacramento en el altar, encomendándo
al Señor lo que iba decir al pueblo. Y sucedió muchas veces que al
empezar a predicar se le olvidaba todo lo que había preparado, pero lo
que le decía al pueblo causaba impresionantes conversiones. Es que se
había preparado bien antes de predicar.
Pocos santos han tenido que entablar luchas tan tremendas contra el
demonio como San Juan Vianney. El diablo no podía ocultar su canalla
rabia al ver cuantas almas le quitaba este curita tan sencillo. Y lo
atacaba sin compasión. Lo derribaba de la cama. Y hasta trató de
prenderle fuego a su habitación . Lo despertaba con ruidos espantosos.
Una vez le gritó: “Faldinegro odiado. Agradézcale a esa que llaman
Virgen María, y si no ya me lo habría llevado al abismo”.
Un día en una misión en un pueblo, varios sacerdotes jovenes dijeron que
eso de las apariciones del demonio eran puros cuentos del Padre
Vianney. El párroco los invitó a que fueran a dormir en el dormitorio
donde iba a pasar la noche el famoso padrecito. Y cuando empezaron los
tremendos ruidos y los espantos diabólicos, salieron todos huyendo en
pijama hacia el patio y no se atrevieron a volver a entrar al dormitorio
ni a volver a burlarse del santo cura. Pero él lo tomaba con toda calma
y con humor y decía: “Con el patas hemos tenido ya tantos encuentros
que ahora parecemos dos compinches”. Pero no dejaba de quitarle almas y
más almas al maldito Satanás.
Cuando concedieron el permiso para que lo ordenaran sacerdote,
escribieron: “Que sea sacerdote, pero que no lo pongan a confesar,
porque no tiene ciencia para ese oficio”. Pues bien: ese fue su oficio
durante toda la vida, y lo hizo mejor que los que sí tenían mucha
ciencia e inteligencia. Porque en esto lo que vale son las iluminaciones
del Espíritu Santo, y no nuestra vana ciencia que nos infla y nos llena
de tonto orgullo.
Tenía que pasar 12 horas diarias en el confesionario durante el invierno
y 16 durante el verano. Para confesarse con él había que apartar turno
con tres días de anticipación. Y en el confesionario conseguía
conversiones impresionantes.
Desde 1830 hasta 1845 llegaron 300 personas cada día a Ars, de distintas
regiones de Francia a confesarse con el humilde sacerdote Vianney. El
último año de su vida los peregrinos que llegaron a Ars fueron 100 mil.
Junto a la casa cural había varios hoteles donde se hospedaban los que
iban a confesarse.
A las 12 de la noche se levantaba el santo sacerdote. Luego hacía sonar
la campana de la torre, abría la iglesia y empezaba a confesar. A esa
hora ya la fila de penitentes era de más de una cuadra de larga.
Confesaba hombres hasta las seis de la mañana. Poco después de las seis
empezaba a rezar los salmos de su devocionario y a prepararse a la Santa
Misa. A las siete celebraba el santo oficio. En los últimos años el
Obispo logró que a las ocho de la mañana se tomara una taza de leche.
De ocho a once confesaba mujeres. A las 11 daba una clase de catecismo
para todas las personas que estuvieran ahí en el templo. Eran palabras
muy sencillas que le hacían inmenso bien a los oyentes.
A las doce iba a tomarse un ligerísimo almuerzo. Se bañaba, se afeitaba,
y se iba a visitar un instituto para jóvenes pobres que él costeaba con
las limosnas que la gente había traido. Por la calle la gente lo
rodeaba con gran veneración y le hacían consultas.
De una y media hasta las seis seguía confesando. Sus consejos en la
confesión eran muy breves. Pero a muchos les leía los pecados en su
pensamiento y les decía los pecados que se les habían quedado sin decir.
Era fuerte en combatir la borrachera y otros vicios.
En el confesionario sufría mareos y a ratos le parecía que se iba a
congelar de frío en el invierno y en verano sudaba copiosamente. Pero
seguía confesando como si nada estuviera sufriendo. Decía: “El
confesionario es el ataúd donde me han sepultado estando todavía vivo”.
Pero ahí era donde conseguía sus grandes triunfos en favor de las almas.
Por la noche leía un rato, y a las ocho se acostaba, para de nuevo levantarse a las doce de la noche y seguir confesando.
Cuando llegó a Ars solamente iba un hombre a misa. Cuando murió
solamente había un hombre en Ars que no iba a misa. Se cerraron muchas
cantinas y bailaderos.
En Ars todos se sentían santamente orgullosos de tener un párroco tan
santo. Cuando él llegó a esa parroquia la gente trabajaba en domingo y
cosechaba poco. Logró poco a poco que nadie trabajara en los campos los
domingos y las cosechas se volvieron mucho mejores.
Siempre se creía un miserable pecador. Jamás hablaba de sus obras o
éxitos obtenidos. A un hombre que lo insultó en la calle le escribió una
carta humildísima pidiendole perdón por todo, como si el hubiera sido
quién hubiera ofendido al otro. El obispo le envió un distintivo
elegante de canónigo y nunca se lo quiso poner. El gobierno nacional le
concedió una condecoración y él no se la quiso colocar. Decía con humor:
“Es el colmo: el gobierno condecorando a un cobarde que desertó del
ejército”. Y Dios premió su humildad con admirables milagros.
El 4 de agosto de 1859 pasó a recibir su premio en la eternidad.
Fue beatificado el 8 de enero de 1905 por el Papa San Pío X, y canonizado por S.S. Pío XI el 31 de mayo de 1925.